Stella en el laberinto de los 80

Stella en el laberinto de los 80

Los años ochenta del siglo que concluyó no hace tanto ingresaron a la historia del arte bajo el signo de un impetuoso retorno a la pintura. Un retorno que no pocos consideraron anacrónico en relación con las expectativas que había generado su tantas veces anunciada muerte. Mientras que otros lo consideraron un mero guiño que retomaba el juego del mercado tras una década en que las actitudes y las estrategias se impusieron a la producción de objetos para vender o comprar.

Nuestro país sintonizó algunas ondas de ese horizonte de época, pero, por muchas razones políticas, económicas y culturales, no podría decirse que esa sintonía fuese perfecta. Entre otras cosas porque la noción de “retorno” que lo define implicaría admitir que la pintura, como práctica y medio de expresión, se había retirado de la escena local, algo que sería temerario afirmar. De tal manera, y aunque por un largo período resultó frecuente abordar las producciones pictóricas de esos años al amparo de referencias internacionales como la Transvanguardia italiana, el Neoexpresionismo alemán o las propias experiencias que trasladaron a la tela el lenguaje del Street art neoyorquino de los ochenta, la mirada sobre el ámbito local reclamó y reclama ajustes de foco. Principalmente porque las formas, los contenidos y los móviles fueron diferentes. Y, como tales, imponen una perspectiva en la que antes que nada es preciso considerar los efectos directos o indirectos de la experiencia dictatorial militar. En parte por lo que significó la práctica pictórica en cuanto refugio de muchos artistas pero fundamentalmente por lo que a partir de ella salió a la luz. Y sobre todo por lo que llegó a reflejar de una diversidad de estados de ánimos a través de lo cotidiano: desde los interiores sombríos y vacíos que aparecen en la obra de Guillermo Kuitca y Armando Rearte hasta los autorretratos y retratos de Juan José Cambre y Marcia Schvartz. A esto deberíamos sumar los exteriores rurales, algunos melancólicos, otros exasperados pero nunca apacibles, como los que surgen en las pinturas de Stella Benvenuto.

Aproximarse a la producción de los años ochenta de esta artista implica referir de modo más general a esos marcos contextuales yal mismo tiempo atender a los límites que surgen de reconstruir las huellas de un itinerario personal que guarda una relación muy estrecha con los objetos y las elecciones de su obra. Me refiero tanto a los retratos y paisajes como a cualquier otro motivo banal que en aquellos años retuvo su mirada y actuó como excusa para pensar su entorno desde la pintura. Así no cabe duda que su producción participa del tono común de la época. Pero aún inscrita en él, pone de manifiesto singularidades y diferencias que es preciso considerar.

Ya desde los primeros años de la década es posible rastrear en la crítica local un interés por inscribir y legitimar internacionalmente la producción pictórica del país poniéndola a tono con las “novedades” que, desde fines de los setenta consagraban el retorno a la pintura como expresión de una nueva subjetividad. Nuevos Salvajes, Nueva Imagen, Nuevo Espíritu  en la Pintura eran los rótulos que sonaban en los circuitos del mainstream y hacia ellos apuntaban las interpretaciones locales.

Todos ellos coincidían en la intención de clausurar el ciclo precedente según una lógica no del todo descartada de la vanguardia. Esto, más allá de que la mayoría se revelara contra ella y hubiera cancelado en sus proyectos el imperativo de futuro. Entre las exposiciones consagratorias de estas nuevas tendencias se destacan The New Spirit in Painting, la emblemática exhibición organizada a comienzos de 1981 por Nicholas Serrota actual director de la Tate, Christos Joachimides y Norman Rosenthal para la Royal Academy of Art de Londres. También Zeitgeist, la muestra que tuvo lugar en el Martin Gropius Bau de Berlín al año siguiente. Ambas compartían curadores (aunque Serrota no participó de la selección de Zeitgeist) y también artistas. Ambas podrían ser tomadas también como escenarios de una transición de época ya que en ella convivían los Nuevos Salvajes alemanes y los integrantes de la Transvanguardia italiana con exponentes del Arte Povera como Jannis Kounellis y Mario Merz y también Joseph Beuys. Estas figuras, que habían irrumpido en la escena hacia fines de los sesenta, gozaron de indiscutido protagonismo durante la mayor parte de los setenta.

A propósito de la Transvanguardia, una tendencia que llegó a tener gran influencia en nuestro medio, importa señalar que hizo su aparición en dos muestras organizadas en Italia por el crítico italiano Achille Bonito Oliva, de fluidos vínculos con los críticos argentinos Jorge Glusberg y Carlos Espartaco. Pero fundamentalmente alcanzó proyección internacional a partir de la difusión del artículo “La Transvanguardia italiana”, publicado en octubre de 1979 por la revista Flash Art. En ese ensayo, Bonito Oliva se ocupaba del grupo de artistas integrado por Enzo Cucchi, Sandro Chia, Francesco Clemente, Nicola De Maria y Mimmo Paladino y de lo que en ellos evaluaba como una operación más conceptual que expresiva o gestual. Tal operación era crítica de la vanguardia y revertía su dirección: en lugar de proyectarse a futuro se dirigía al pasado de la historia del arte. Para Bonito Oliva el gran valor de estos artistas residía en lo que denominó “la ideología del traidor”, que les permitía echar mano a ese pasado sin someterse a ningún mandato estilístico. Al mismo tiempo deslizaba, aunque no de manera explícita, una crítica a la visión formalista de la historia del arte que había imperado por más de un siglo alimentando la lógica unidireccional de la sucesión de estilos. Esa perspectiva había condenado a la marginalidad momentos tan interesantes como el manierismo, especialmente rescatado por el crítico italiano. Bonito Oliva era una voz escuchada en los círculos más influyentes del arte en nuestro país. “Hoy el presente está atravesado por instancias del pasado y por dudas, problemáticas que ponen en discusión esa euforia que la vanguardia practicó con excesivo optimismo”, decía a quienes participaron de una conversación publicada por la revista Artinf a los pocos meses de la primera de las muchas visitas que realizó a Buenos Aires.

¿Qué vínculo se puede establecer entre la obra de Stella Benvenuto y este panorama que destellaba aquí y allá?
Es cierto que en algunos artistas argentinos era posible detectar afinidades conceptuales en términos de una reflexión sobre la tradición pictórica que en la Transvanguardia remitía mayormente al Occidente europeo. Tal el caso de Osvaldo Monzo o Alfredo Prior, cuya obra se dirigía con desparpajo y humor, tanto al pasado de la pintura como a la representación de cultura remotas. Pero en otros ese sesgo conceptual no era tan evidente. Para una fracción importante de pintores argentinos de esa década, entre los que se contaba Benvenuto, las afinidades tenían poco que ver con una remisión al pasado. Más bien se limitaban a una extrema vitalidad para explorar el entorno inmediato a través del uso del color y un cierto sarcasmo para abordar el tratamiento de la figura. Por otro lado la deformación expresionista que a menudo la animaba reconocía raíces fuertes en la tradición local del grotesco. Esa suma de datos habilitaba un linaje que iba desde Jorge de la Vega, Carlos Gorriarena, Aída Carballo, Carlos Alonso y Fermín Eguía hasta Pablo Suárez y Marcia Schvartz. Así, podría decirse que la obra de los ochenta de Stella Benvenuto tributa más a esta última vertiente que a cualquier otra próxima a la Transvanguardia italiana o el Neoexpresionismo alemán. Se trata de una pintura que tanto en el retrato como en el paisaje se empeña en el uso de una materia despiadada, que describe y adjetiva con el color, alternando una observación intencionada con la acción directa sobre la tela.

Al mismo tiempo, es evidente que Jorge Glusberg, entonces presidente de la Asociación Argentina de Críticos de Arte (AACA), organizadorade las Jornadas de la Crítica desde 1978, estaba particularmente interesado en legitimar la producción pictórica de esos años en nuestro país a partir de afinidades con los movimientos italiano y alemán. Estas  jornadas acercaban a Buenos Aires relevantes figuras de la crítica y la curaduría internacional y, como cabía esperar, no faltaron los animadores de las tendencias alemana e italiana. Así a la tercera edición de 1981, estuvieron invitados Bonito Oliva y Christos Joachimides, quien como hemos mencionado anteriormente, había organizado The New Spirit in Painting en Londres y se encontraba preparando Zeitgeist en Berlín.

Por su parte, en el marco de las jornadas de la edición de 1981, Carlos Espartaco curó  en la galería Artemúltiple una muestra titulada La joven generación que reunió entre otros artistas Juan José Cambre, Guillermo Kuitca, Carlos Kusnir, Eduardo Medici, Miguel Melcom, Osvaldo Monzo, Máximo Okner, Alfredo Prior y Armando Rearte. En su opinión, este grupo era el que mejor podía entablar un diálogo con la Transvanguardia italiana. Así, aprovechando la presencia de Bonito Oliva, a quien conocía desde Italia, Espartaco lo invitó a la exhibición para discutir similitudes y diferencias del grupo argentino con la Transvanguardia.

Con todo, ni a Glusberg ni a Espartaco se les escapaba la dificultad de aplicar el mismo encuadre a un conjunto más amplio de la pintura argentina que no podían dejar afuera. A tal efecto, y para justificar la inserción de la novedad en la tradición argentina y latinoamericana, Glusberg se vio obligado a construir una discutible genealogía que conectaba la pintura de los ochenta con la experiencia de la neofiguración de los años sesenta. Tal genealogía y su correspondiente marco teórico le aportaron instrumentos para justificar el agrupamiento que llevó a la Bienal de San Pablo en 1985. A tono con los cambios de la década, este envío se presentaba radicalmente opuesto al que le había permitido ganar el Premio Itamaraty con el Grupo CAYC en 1977.

Bajo el título De la Nueva Figuración a la Nueva Imagen –que luego se transformaría en caballito de batalla del crítico–. Su envío estuvo integrado por doce artistas y distinguía en él un grupo histórico del que participaban Ernesto Deira, Jorge de la Vega, Rómulo Macció y Luis Felipe Noé y otro de emergentes: Juan José Cambre, Ana Eckell, Fernando Fazzolari, Guillermo Kuitca, Alfredo Prior, Armando Rearte, Juan Pablo Renzi y Pablo Suárez.
Mientras tanto, un año antes, al ocuparse de la segunda muestra individual de Stella Benvenuto de 1984, Espartaco no se mostraba tan preocupado por encontrar similitudes con la Transvanguardia. Al referirse al retrato y sus modelos de proximidad familiar, destacaba especialmente en la artista el sarcasmo que asomaba en las deformaciones intencionales de la figura.  Ese rasgo sin duda la sitúa en una instancia próxima a esa otra vertiente mencionada en la que militaban artistas como Gorriarena o Marcia Schvartz. Como en ellos, su modo de abordar al retratado es desenfadado y provocador. En algunos casos, hasta se diría que deliberadamente desentendido de las buenas formas sociales que podrían tener su contrapartida en las formas plásticas.

En cuanto a las escenas de campo, otro de los géneros que gravitan en la producción de Benvenuto de esos años, participan de un tratamiento similar: curioso, inquieto y vibrante a la vez. Más importante que los objetos o los motivos que ingresan a ellas es el color que los define a todos, inclusive al cuadro mismo, y su articulación fragmentada, que desafía la percepción de todo aquel que no se encuentre suficientemente alerta.
Vacas, cerdos, terneros, caminos, zapallos o tambores de combustible dan la impresión de deslizarse hacia el espectador en esos planos rebatidos, definidos por decisiones de color que no parecieran meditadas en exceso. Que simplemente surgen así, irrumpen y componen lo que se nos ofrece a la vista.

Así, sumariamente, se construyó la relación que la obra de Stella Benvenuto entabló en aquellos años del tan mentado “retorno” a la pintura. Por cuenta propia, y acaso no demasiado consciente de la diversidad de teorías que generó la renovación de esa práctica que percibía adecuada a su espíritu personal y cuyo proceso reflexivo instaló a mitad de camino entre el ojo y el pincel.

Buenos Aires, agosto de 2014

Ana María Battistozzi